De entre todos los argumentos extrapolíticos y extraeconómicos implícitos en el discurso anticlerical en España, uno recibe en este libro especial atención: aquel que se presenta obsesionado con la idea de que el catolicismo -sus ritos, sus espacios y sus funcionarios- estaba sacramentando una división simbólica de los sexos que condenaba la masculinidad al fracaso y la subordinaba a una supuesta hegemonía femenina en el hogar. Era en los templos y bajo la dirección del clero, no menos que en las fiestas populares patrocinadas por la iglesia, donde se escenificaban los episodios centrales de un proceso socializador que los varones vivían como la domesticación de su sexualidad. Por último, el personaje del sacerdote aparecía como el de un intruso que, en una suerte de adulterio simbólico con la mujer, se interponía entre los esposos y minaba la autoridad del padre.